El conflicto en Siria, que parecía haberse desvanecido de las noticias, vuelve a capturar la atención global. A medida que distintas naciones toman partido, se revela la complejidad de una guerra marcada por antiguas rivalidades y nuevos intereses geoestratégicos.

El conflicto civil en Siria, que muchos habían intentado olvidar, ha vuelto a cobrar protagonismo en los titulares internacionales.

En medio de una nueva fase de violencia y reacciones globales, el debate se reanuda sobre qué actores deben recibir apoyo político y militar.

Desde 2011, cuando estalló la guerra civil tras una serie de violentos levantamientos de la población sunita contra el régimen represivo de Bashar Assad, la situación ha evolucionado de maneras inesperadas.

Durante mis años de servicio como diplomático australiano en Bagdad, tuve la oportunidad de viajar a las regiones kurdas del noreste de Siria y observar el conflicto desde una óptica diferente.

En aquel entonces, no pude evitar recordar la famosa letra de la banda británica The Clash: si Assad permanece en el poder, habrá problemas; si se va, podrían surgir otros.

Aunque no guardaba ninguna simpatía por el régimen de Assad, dado que había sido detenido en 2006 por su policía secreta, entendí que debía considerar la complejidad del conflicto en vez de juzgarlo de manera simple.

A medida que profundizaba en mi comprensión, se hizo evidente que Siria no es un escenario de buenos contra malos.

En cambio, hay un mosaico de combatientes con lealtades que a menudo están determinadas por factores religiosos o étnicos.

Los sunitas, que constituyen la mayoría de la población, aborrecen al régimen de Assad, quien ha heredado las atrocidades cometidas por su padre, que en 1982 llevó a cabo una sangrienta represión en Hama, dando como resultado la muerte de miles de sus habitantes.

Adicionalmente, los kurdos buscan un estado autónomo, mientras que los turcomanos no simpatizan con Assad ni con los extremistas sunitas.

Esta guerra es, en gran parte, el resultado de un cúmulo de animosidades acumuladas durante años, a lo que se agrega la intrusión de potencias externas que buscan aprovecharse de la situación en su beneficio.

Entre estas potencias, Rusia apoya a Assad y anhela acceder a un puerto en el Mediterráneo, mientras que Turquía intenta frenar las aspiraciones kurdas que podrían potenciar movimientos similares dentro de su propio territorio.

Qatar y Arabia Saudita han respaldado a los rebeldes sunitas en el pasado, incluso a aquellos que luego se transformaron en el Estado Islámico.

Este tablero de ajedrez geopolítico se complica aún más con la intervención de Israel, que preferiría ver a todos los involucrados perder en un prolongado estancamiento, y la postura de Estados Unidos, que se muestra antipática hacia Assad y cautelosa respecto a las ambiciones kurdas.

Sin embargo, la llegada de Donald Trump a la presidencia podría cambiar fundamentalmente el curso de la política estadounidense respecto a Siria.

Trump, al parecer, está dispuesto a romper con las concepciones tradicionales de sus predecesores y a considerar nuevas estrategias en un conflicto tan intrincado.

Figuras como Tulsi Gabbard, quien ha viajado a Siria y se reunió con Assad, alegan que el líder sirio “no es un enemigo de Estados Unidos”, debido a que Siria no representa una amenaza directa.

Gabbard ha abogado por la retirada de las tropas estadounidenses y la paz en una región desgastada por la guerra.

Por lo tanto, el conflicto sirio, con sus múltiples aristas, continúa atrayendo la atención mundial y desafiando a las potencias a encontrar soluciones efectivas ante una crisis de larga data.