Un reciente incidente en Mendoza, donde un árbitro fue agredido en un partido, resalta las fallas en la seguridad de los estadios y la interpretación de las normativas en el fútbol argentino.

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En el agitado panorama del fútbol argentino, la violencia parece ser un fenómeno recurrente que mancha la experiencia de aficionados y jugadores por igual.

Este pasado martes, en un partido entre Godoy Cruz de Mendoza y Talleres de Córdoba, el árbitro Yael Falcón Pérez se vio obligado a suspender el encuentro tras un incidente de agresión.

El árbitro asistente, Diego Martín, fue atacado con un tubo de PVC, un objeto que, curiosamente, no está incluido en la lista de restricciones para ingresar a los estadios argentinos.

A pesar de la presencia de un amplio operativo de seguridad, compuesto por 190 policías y 120 agentes de seguridad privada, la situación desnudó una vez más la ineficacia de las medidas preventivas.

En un sentido más amplio, el objeto utilizado para la agresión era un implemento que suele ser permitido, pues se utiliza para sostener banderas que cumplen con las normativas establecidas.

Esta situación pone de manifiesto las contradicciones dentro de las regulaciones que rigen la seguridad en los eventos deportivos en Argentina. A pesar de que la Ley 23.184, promulgada hace más de 40 años, establece regulaciones para prevenir y reprimir la violencia en espectáculos deportivos, las interpretaciones varían ampliamente según el tipo de evento.

Por ejemplo, mientras que en el fútbol, el ingreso de ciertos objetos se considera riesgoso, en deportes como el rugby o el automovilismo, la situación parece más flexible, permitiendo a los hinchas llevar termos, bombillas y hasta utensilios de cocina.

A pesar de los intentos por mejorar la seguridad, las restricciones quedan en el aire, y la lista de objetos prohibidos parece estar colocada de manera arbitraria.

Armas de fuego, cuchillos y pirotecnia están claramente excluidos, pero el sentido común parece no aplicarse a objetos que podrían ser utilizados como proyectiles, como encendedores o botellas, que no tienen la misma consideración en otros deportes.

La crisis de seguridad en los estadios de fútbol no solo es cuestión de protocolos de ingreso, sino que también refleja la cultura alrededor del deporte más popular en Argentina.

Las barras bravas, grupos organizados de hinchas, a menudo son el foco de atención, no solo por el apoyo a su equipo, sino también por la violencia que a veces emanan.

Por ejemplo, a menudo, se les permite ingresar con banderas de gran tamaño, algo que en la práctica, contribuye a la posibilidad de esconder objetos dañinos.

A lo largo de las décadas, el fútbol argentino ha visto un aumento en la violencia dentro y fuera de los estadios, generando un ambiente de temor tanto para los jugadores como para los aficionados.

Aunque las leyes han sido diseñadas para contener esta problemática, el número de incidentes demuestra que la situación persiste. La última intervención preventiva de la Agencia de Prevención de la Violencia en el Deporte (APREVIDE) fue en este sentido: después de permitir el ingreso de botellas plásticas de hasta medio litro durante una ola de calor, dejaron claro que las excepciones se hacen cuando hay presión pública.

Un sistema que debería proteger a los asistentes está, en muchos sentidos, fallando. Los incidentes como el sufrido por Diego Martín son una clara señal de que, tras más de 40 años desde la implementación de la ley, aún queda mucho por hacer para garantizar un ambiente seguro en los estadios de Argentina.

La irresponsabilidad de unos pocos pone en entredicho la dedicación y los esfuerzos de las fuerzas de seguridad. La falta de controles efectivos y la inadecuada interpretación de las normas resaltan una reflexión necesaria sobre la cultura del fútbol en Argentina y cómo se puede transformar para erradicar la violencia de una vez por todas.